Los recuerdos, todos se olvidan. Los objetos, todos acaban por gastarse. El universo corre ciego hacia su muerte.
¿Y qué hacemos con esta certeza?
Que yo sepa (pero sé tan poco), somos los únicos seres capaces de rebelarnos contra esta violencia del acabarse.
Vivimos esta desintegración como una lucha. La poesía (la literatura —el arte—) es una forma inútil de resistencia, un monumento a la vida, un dique contra la muerte. La celebración hilarante de todos los finales.
La fuerza humana creadora nace del horror de ser algo que se acaba. Buscamos entonces una forma, un orden, donde sólo hay caos en movimiento; recogemos los pedazos y volvemos a unirlos; ante cada pequeña pérdida, levantamos formas nuevas en una batalla incesante en busca del sentido, que no es otra cosa que un orden irreal, contra lo real, ficticio por tanto, utópico como una vida que no acabe.
Ante la destrucción, creamos con esa fuerza desesperada. Escribir es desesperar. Dejar de esperar el final. Enfrentarlo, formar un nuevo equilibrio.
Esta fuerza (llámala amor, si quieres) es capaz de innumerables formas. Y todas ellas están a su vez destinadas a desaparecer.
Son un sinsentido en busca del sentido, estas formas.
Ese sentido es la forma nueva que señala con el dedo tembloroso e iracundo su propio fin.
Dar forma al recuerdo para salvarlo del olvido.
Abrazar la erosión lenta de un objeto.
Dar forma al universo para detener su efímero irse.
¿Te das cuenta de la paradoja?
Es una batalla perdida desde mucho antes de haber comenzado.
¿No te parece hermoso?
A mí mucho.
Diciembre, 2019.
A. Rómar.