Torque

Le digo a Lu que me dé la mano ahora, pero es mi madre quien toma la mía en 1986. Cruzamos la avenida por el paso de peatones. Aún no es de noche y vamos a montar en tiovivo. Yo no me lo creo de las ganas que tengo. Lu avanza a pequeños saltos pisando solo las franjas blancas. En cada una se detiene un momento para calcular la distancia con la siguiente.

Parece Navidad o a lo mejor sólo es invierno. A los cuatro años todas las luces pueden ser navideñas y todavía no están nítidas, no me pondrán las gafas hasta un par de eneros después, cuando descubran que no distingo los números de las matrículas a cinco metros. Eso es en 1986 u 88. En cambio, Lu lleva sus gafas. Son rojas. Hoy. Se ríe porque sí. Lo hace a menudo. No hace falta que nadie diga algo divertido, ella se ríe sin más. No le suelto la mano. Mi madre me agarra más fuerte mientras cruzamos la calle. Lu tiene cinco años y asegura que sabe contar hacia atrás desde el cien hasta el cero. Tiro de mi madre para que acelere el paso. Tengo cuatro o cinco años. ¿Nieva? Papá, a lo mejor seguro que va a nevar, dice Lu. Ojalá nieve, pienso yo, Lu nunca ha visto la nieve.

Sé que en el tiovivo hay una olla como las que usan los caníbales para cocinar exploradores en los tebeos. Tiene un plato en el centro para que gire sobre sí misma. Puede dar vueltas muy deprisa. Hay un coche de policía y un coche deportivo y hay también dos caballos, uno blanco y otro negro. Lu quiere subir al coche de bomberos. Porque tiene una campanilla y el rojo es su color favorito. A medida que nos acercamos, salta cada vez más excitada. Me aprieta la mano y yo aprieto la mano de mi madre. Quiero subir a la olla, le digo. Y dar vueltas a toda velocidad. Quiero subir al camión de bomberos, me dice Lu. Para hacer sonar la campana. Su propia voz suena un poco como una campanita cuando alcanzamos la acera de la mano y ella me suelta y echa a correr hacia el tiovivo.

Es el mismo carrusel de entonces, o lo parece. Me escapo de la mano de mi madre y me subo en busca de la olla loca. No recuerdo si aquel tenía una nave espacial, aunque juraría que sí. Yo la llamo olla loca, no sé cómo se llama. Este es demasiado nuevo para confundirlo con el de 1986, o puede que lo hayan restaurado, pienso, cualquiera diría que son el mismo, que aquel carrusel es este carrusel. Mamá llega a la cabina y deja unas monedas en una bandeja metálica. Yo cambio un par de euros por dos viajes. Lu querrá repetir. Los pago con mi tarjeta de plástico. Le abrocho el abrigo hasta la barbilla y le pido que se agarre bien fuerte. Mi madre me sube al tiovivo levantándome por las axilas. Siento cómo me alzan sus manos enguantadas sobre mi abrigo de plumas. Lu mira con deseo la campana del camión de bomberos, pero no se atreve o no quiere tocarla hasta que esté en marcha. Me pregunto si es timidez o si encuentra gusto en la demora del placer.

No hay más niños ni otros padres en el tiovivo. La tarde se oscurece y está fría, pero no nieva, aún es temprano. Mi madre me sube la cremallera hasta la nariz y me pide que no dé vueltas a la olla demasiado deprisa. No quiere que me maree. Antes de que suene la música y comience el carrusel a girar, ya estoy probando la rosca y sacudiendo un poco la olla a un lado y al otro. Lu deja escapar un gritito cuando la música arranca y todo empieza a moverse. La contemplo de pie junto al tiovivo. Yo empiezo a dar vueltas a la olla en cuanto se pone en marcha. Mi madre me observa desde el mismo lugar en que yo estoy ahora con los brazos cruzados para abrigarse. Observo a Lu reír y hacer sonar la campanilla mientras me dice hola con la mano al pasar por delante.

No ha terminado su primera vuelta el carrusel y yo ya estoy desorientado, enseguida dejo de darle a la rosca, y busco a mi madre. No la veo. Una flor gélida me brota en el estómago. Me he mareado e intento que la olla gire en dirección contraria, pero eso nunca servirá de nada.

Mi madre reaparece tras un cuarto de vuelta más del carrusel, justo donde siempre estuvo. Creo que sonríe. Levanta también su mano como Lu. Mi madre me dice adiós. Se despide con la mano y a cada vuelta Lu me dice hola con la mano y yo también le digo hola a mi madre.

Lu se ríe. Ella me dice hola. Y yo le devuelvo el gesto como lo hace mi madre. Le digo adiós a Lu mientras veo cómo pasa por delante y le digo hola a mi madre antes de dejarla atrás, aunque es el mismo gesto. Vuelvo a darle vueltas a la rosca. La olla gira deprisa dentro del carrusel que da vueltas lentamente y, a cada una, le digo adiós a Lu. A cada vuelta ella me dice hola. Con la mano y con los labios se ríe. Mi madre también se ríe a su manera. Todos nos reímos mientras el carrusel da vueltas y Lu hace sonar la campana; mientras pasan los caballos, la ambulancia, el autobús y los coches deportivos por delante; mientras la oscuridad se enfría, tal vez preñada de nieve.


Este relato fue solicitado e incluido en la antología ilustrada Contamos la Navidad de 2022, una iniciativa cultural de carácter no lucrativo, que convoca cada año José Ignacio García, periodista leonés, y que en esta XIV edición homenajeó a la divulgadora cultural salmantina Ángela Hernández Benito.

La idea consiste en regalar literatura por Navidad para fomentar el hábito de la lectura. La edición es por tanto no venal y está reservada antes de su publicación, ya que no se edita ni un ejemplar más de los que los promotores encargan de antemano.

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